La casa apestaba a mierda y a humedad.
La lluvia matinal
había remojado las paredes, provocando que los trozos de periódico pegados en
la pared se arrugaran como el rostro de la anciana que ahí habitaba.
Giraron el cerrojo
de la puerta principal y una silueta alta y delgada irrumpió en el vestíbulo y
un gato se abalanzó sobre la silueta, enroscándose a sus pies y maullando con
evidente algarabía.
—Hola
Eric ¿y mamá?—
Preguntó el recién
llegado al gato, esperando de forma ilógica una respuesta del felino que
respondió restregándosele contra las manos.
Siguió recorriendo
el recinto notando el desolador abandono y descuido del cual había sido presa
aquel lugar que hace tiempo fuera su hogar.
El estrépito de
algo metálico estrellándose contra el suelo acompañado de un nuevo maullido le
sobresaltó.
—¡Me
asustaste, Dave! No te recordaba tan grande.
Refiriéndose al
gato que se relamía los bigotes con un dejo de descaro.
—¿Mamá?
¿Estás aquí?—
¡La habitación,
claro! Después de todo, pasaba apenas de las siete de la mañana y el alba que
amenazaba con no salir de entre las nubes acababa de despuntar.
Con cautela de
ladrón experimentado empujó la puerta entreabierta y de la pieza de la madre
salió una legión de inofensivos gatitos que maullaban de forma lastimera y
sobre la cama estaba la madre, cobijada hasta la cabeza.
—Madre,
volví, despierta—
Le susurró con
dulzura al oído, mientras descubría el rostro con delicadeza.
—¡¿QUÉ
DEM…?!—
Exclamó, profiriendo
un grito inmenso mientras jalaba la sábana con brusquedad, palpándose los ojos
que miraban las cuencas vacías de su madre, con la cara, los brazos, las
piernas y el cuerpo desgarrado, que había sido devorado por aquella legión de
inofensivos gatitos.